domingo, 2 de enero de 2011

La Hydra

Noche de nubes y de mucho trabajo. Estoy perdido en el cielo de las palabras, leyendo a Derrida. Un cielo terrenal, tanto como el cielo de las constelaciones -que hablan mucho más de los hombres que de supuestos entes trascendentes-.
Las nubes me liberan, en buena medida, de la tentación de quedarme en el balcón mirando el cielo. Es curioso: mucha gente cree que en la ciudad no se ven las constelaciones cuando, en realidad, es donde mejor se las distingue. No son las luces urbanas las enemigas de las formas celestiales -como sí lo son de los misteriosos entes del "espacio profundo"-, sino las nubes. Porque para encontrar una constelación, para identificarla, es necesario ver el todo. Una nube que nos prive de un sector pequeño del cielo basta para desorientarnos.
Con nubes y todo, me asomé un momento, para fugar de la bestia y el soberano derridianos. Para mi sorpresa, Orión estaba ya demasiado alto, junto a su can más fiel. Abajo aparecían los gemelos, Cástor y Pólux. Pero, a su lado, y debajo del can menor, se insinuaba una figura, se quería dejar adivinar, detrás de las nubes que marchaban presurosas y molestas de este a norte. No tengo armado el telescopio, por lo que fui en busca de los binoculares y me senté un rato a disfrutar del rostro electrizante del ofidio mayor del universo: la Hydra. Aquella contra la cual debió batirse nada menos que Hércules.

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