lunes, 25 de octubre de 2010

El Escorpión y Orión




Probablemente la escena más famosa desplegada en el firmamento sea la protagonizada por Orión y el Escorpión.


Tras el período invernal, que lo mostró pleno de poder, dominando desde el centro del cielo a las demás figuras con su imponente cola corva y su rojo corazón, el Escorpión comienza a retirarse dejando que el cazador hijo de Poseidón, con la espada atada al majestuoso cinturón de esmeraldas -al que una tradición muy posterior, pero fuertemente arraigada denominó "las tres Marías"- y enarbolando el potente mazo ocupe su lugar. Entre las 21 horas y las 24, en estas semanas, se puede asistir al cambio de guardia entre estas dos majestuosas constelaciones. Mientras el Escorpión se hunde en el oeste, Orión emerge, de cabeza, por el este.

sábado, 23 de octubre de 2010

Las noches en la Antigüedad

Es un lugar común afirmar que en el cielo de la Antigüedad podían verse muchísmas estrellas más que en nuestras urbes actuales. Una noche en medio del campo o en la montaña pueden darnos una idea aproximada de aquello. Pero, claro, aún en los lugares más apartados hay algún remanente de brillo citadino y alguna sombra de smog interponiéndose entre nuestra mirada y los astros.
Lo que a mí me atrae del cielo de la Antigüedad, lo que me lleva a querer imaginar la sensación de un Eratóstenes observando el firmamento no es la cantidad de estrellas, sino su componente cualitativo. No logro hacerme una idea de lo que podía significar ver en el cielo objetos sin parangón en la tierra.
Me refiero a lo siguiente. Nosotros estamos saturados de objetos brillantes: pantallas -y pantallitas- carteles, juguetes, guirnaldas, balizas... Con lo cual, el brillo de las estrellas no nos resulta particularmente extraordinario. Nosotros hemos ordinarizado el brillo.
Los Antiguos, en cambio, tenían muy pocos objetos brillantes: el fuego (en una pira, en una lámpara) y los metales que podían reflejar esa luminosidad o la del sol. Y punto. Las luces, el brillo eran sobre todo patrimonio del cielo. Dominado en exclusividad durante el día por el sol, compartido por infinidad de seres durante la noche.
¿Cómo no ver allí seres extraordinarios? ¿Cómo no otorgarles nombres de dioses? ¿Cómo no ofrendarles los mejores relatos?

Las Pléyades


Me asomo al balcón, y las veo. Forman una figura tan simple como bella. Son las siete hermanas, hijas de Atlante y Pléyone: Alcíone, Mérope, Celeno, Electra, Estérope, Taígete y Maya. Palomas que huyen ante el acoso de Orión. Esposas de dioses todas menos una, la hermosa Mérope, de quien se enamorío Sísifo -aquel que nos enseñara a amar la piedra que invariablemente debemos cargar, la piedra que conoce nuestro secreto porque lo forja ella misma, la que nos habla de la futilidad del esfuerzo pero, al mismo tiempo, de su valor-.
Vuelvo a las siete hermanas. Hace frío. Es la una de la madrugada. Me demoro en el placer de verlas elevarse. Me dejo infundir un destello de su serenidad.