sábado, 23 de octubre de 2010

Las noches en la Antigüedad

Es un lugar común afirmar que en el cielo de la Antigüedad podían verse muchísmas estrellas más que en nuestras urbes actuales. Una noche en medio del campo o en la montaña pueden darnos una idea aproximada de aquello. Pero, claro, aún en los lugares más apartados hay algún remanente de brillo citadino y alguna sombra de smog interponiéndose entre nuestra mirada y los astros.
Lo que a mí me atrae del cielo de la Antigüedad, lo que me lleva a querer imaginar la sensación de un Eratóstenes observando el firmamento no es la cantidad de estrellas, sino su componente cualitativo. No logro hacerme una idea de lo que podía significar ver en el cielo objetos sin parangón en la tierra.
Me refiero a lo siguiente. Nosotros estamos saturados de objetos brillantes: pantallas -y pantallitas- carteles, juguetes, guirnaldas, balizas... Con lo cual, el brillo de las estrellas no nos resulta particularmente extraordinario. Nosotros hemos ordinarizado el brillo.
Los Antiguos, en cambio, tenían muy pocos objetos brillantes: el fuego (en una pira, en una lámpara) y los metales que podían reflejar esa luminosidad o la del sol. Y punto. Las luces, el brillo eran sobre todo patrimonio del cielo. Dominado en exclusividad durante el día por el sol, compartido por infinidad de seres durante la noche.
¿Cómo no ver allí seres extraordinarios? ¿Cómo no otorgarles nombres de dioses? ¿Cómo no ofrendarles los mejores relatos?

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