lunes, 10 de diciembre de 2018

Del placer de pescar constelaciones

Reiteradas veces oí quejas sobre la contaminación lumínica en las grandes ciudades. Es cierto que en el campo el cielo es más imponente. Pero ello no implica que en la ciudad estemos condenados al lamento. Miro desde el balcón hacia el este. Sé que el Cuervo está allí, pero no alcanzo a divisarlo en un primer intento. Mis ojos necesitan demorarse en la oscuridad profunda para captar el débil centelleo de las estrellas que lo componen. No es una constelación que se imponga a simple vista, como la Orión o el Crux. Requiere de una paciencia mayor. Pero al cabo de un rato logro distinguir el trapezoide que compone su cuerpo principal. Incluso llego a advertir la cola en el vértice superior derecho. Encontrar constelaciones me alegra. Es una alegría tonta, naif. Hace que el cielo pierda en parte su profundidad abismal y pase a ser una especie de capota que me resguarda, que me cobija. No es una cuestión meramente funcional. Ver al Cuervo en el cielo nocturno me hace sentir en casa.

noche de fin de primavera

Diciembre es anfitrión de noches apacibles. El cielo diurno nos regaló un arcoíris doble, de esos que en otros tiempos pudieron ser tomados como señales de las divinidades. Ahora la ciudad parece dormir bajo la tutela permanente del Centauro. Poco sabe -o quiere saber- la noche de locuras humanas, de pasiones desenfrenadas, de rivalidades absurdas. Gira la Cruz del Sur como un reloj cósmico que nada tiene que ver con las ansiedades de los hombres. Un satélite corta con su trayectoria el firmamento apenas por encima del Cuervo y se pierde en el lejano sur. No nos bastó con poblar la Tierra de máquinas que alteraron nuestro ser en el mundo. También saturamos los cielos con nuevos astros, espejos orbitando el planeta para multiplicar la irradiación de nuestra presencia. Acaso yo mismo le deba a esta luz errante la posibilidad de escribir esta bitácora de una noche primaveral.