martes, 27 de septiembre de 2016

Un año después... ni rastros...


Hay momentos en los que todo parece conjurarse para dar lugar a lo extraordinario. Mágica convergencia que abre paso a lo inesperado. Momentos en los que uno se entrega a fuerzas que lo exceden, que lo desbordan, y, simplemente, se deja llevar a ese wonderland que todos soñamos encontrar.
Hace un año el inicio de lo maravilloso no fue anunciado (o sí) por un Conejo Blanco, sino por la Luna, que durante la noche fue tiñéndose de un cándido rubor. “Está haciendo el amor con el Sol”, dijo alguien, o pensé yo mismo bajo los efectos de tamaño despliegue de belleza. Todo fue muy lento, muy plácido, y aún así extremadamente intenso. Creo no exagerar si digo que cientos, miles, de ojos se elevaron al firmamento y se dejaron inundar de amor y deseo al contemplar aquel encuentro majestuoso.

 
Hoy la Tierra completa su vuelta al Sol. Se detiene un instante en el mismo lugar, y observa. Nada. La Luna y el Sol han faltado al encuentro. Ni rastros de aquel amor que se presentía eterno.
La noche está vacía, fría; los corazones, replegados; los ojos cerrados, o vueltos hacia adentro. Nada para ver, que despierte una emoción; nada para sonreír con los ojos o los labios. Sólo el Escorpión desde el zenit nos escruta con su gélida mirada.
Es evidente que un año puede ser más que una eternidad. Así en el Cielo como en la Tierra. Y el amor que se presentía eterno unos meses después es ausencia, noche oscura, vacío. Si esto le sucedió a la Luna y al Sol, ¿quién puede creerse a salvo?