Hay
momentos en los que todo parece conjurarse para dar lugar a lo
extraordinario. Mágica convergencia que abre paso a lo inesperado.
Momentos en los que uno se entrega a fuerzas que lo exceden, que lo
desbordan, y, simplemente, se deja llevar a ese wonderland que todos
soñamos encontrar.
Hace
un año el inicio de lo maravilloso no fue anunciado (o sí) por un Conejo
Blanco, sino por la Luna, que durante la noche fue tiñéndose
de un cándido rubor. “Está haciendo el amor con el Sol”, dijo
alguien, o pensé yo mismo bajo los efectos de tamaño despliegue de
belleza. Todo fue muy lento, muy plácido, y aún así extremadamente
intenso. Creo no exagerar si digo que cientos, miles, de ojos se
elevaron al firmamento y se dejaron inundar de amor y deseo al
contemplar aquel encuentro majestuoso.
Hoy
la Tierra completa su vuelta al Sol. Se detiene un instante en el
mismo lugar, y observa. Nada. La Luna y el Sol han faltado al
encuentro. Ni rastros de aquel amor que se presentía eterno.
La
noche está vacía, fría; los corazones, replegados; los ojos
cerrados, o vueltos hacia adentro. Nada para ver, que despierte una
emoción; nada para sonreír con los ojos o los labios. Sólo el
Escorpión desde el zenit nos escruta con su gélida mirada.
Es
evidente que un año puede ser más que una eternidad. Así en el
Cielo como en la Tierra. Y el amor que se presentía eterno unos
meses después es ausencia, noche oscura, vacío. Si esto le sucedió
a la Luna y al Sol, ¿quién puede creerse a salvo?
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