Hace unos días tuve la oportunidad de cruzar la línea del
Ecuador. En las noches del
otro hemisferio mi amor por las estrellas ansiaba ver a las dueñas de ese
cielo: las osas. Un mes estuve acechándolas, sin suerte. Tampoco pude ver a
Polaris, la estrella que orienta a los viajeros en el norte. Sin embargo, en un
par de ocasiones el firmamento me regaló la vista de otra constelación hermosa:
Casiopea.
Para un latino es imposible mirarla sin recordar la canción
de Silvio Rodríguez:
“Cumplí celosamente nuestro plan: por un millón de años
esperar.
Hoy llevo el doble dando coordenadas pero nadie contesta mi
llamada.
¿Qué puede haber pasado a mi señal?
¿Será que me he quedado sin hogar?
Hoy sobrevivo apenas a mi suerte lejano de mi estrella de mi
gente.
El trance me ha mostrado otra lección:
el mundo propio siempre es el mejor”.
¿Qué implicó haber encontrado a Casiopea? Por un lado, tener
la certeza de haber dado con la belleza en una de sus más plenas
manifestaciones. La propia Casiopea, en vida, estaba tan segura de su hermosura que no tuvo
mejor idea que desafiar a las Nereidas y a Hera, ganándose una múltiple
enemistad. Por otro lado, la enseñanza de que la belleza muchas veces está
unida a la traición. Casiopea fue tan bella como traicionera. Y lo fue con
quien había ido a librarla de los males que la acosaban, Perseo.
Poseidón y Hera, movidos por sentimientos negativos, la
habían atormentado con monstruos diversos –precisamente aquellos de los que la
protegió Perseo. El castigo de Zeus, fue diferente. Simplemente la colocó en el
cielo, sentada, y la condenó a autocontemplarse eternamente. Hoy, seguramente,
el castigo incluiría que se sacara selfies permanentemente para subirlas a un
face en el que fuera su única amiga. Y es que la belleza, cuando va acompañada
de la traición parece derivar inevitablemente en la soledad.
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